El día de mi nacimiento vino marcado por la brillante luz de Antares, estrella dominante en la mágica constelación del Escorpión, nada que ver, por tanto, con el conjunto de estrellas del Dragón, qué ironía. Fui dotado, pues, con una mortífera cola acabada en punta de flecha simulando al letal aguijón del insecto terrenal, cosas de la Genética.
Mi madre, Kandarea, sintió la llegada de los futuros dragones la víspera del 1 de Noviembre, la noche mágica de los muertos en tránsito, viajeros de otra dimensión dotados de espíritus mágicos y alegres, disipadores de tinieblas y antiguas creencias, seguidores de la brillante y semieterna Antares, alumbrando los caminos oscuros y tenebrosos del más allá.
Mi madre tuvo un largo parto, expulsando siete huevos, mis hermanos y yo, todos protegidos por el duro cascarón blanco y brillante como la nieve que caía en ese oscuro día de otoño.
Durante la siguiente semana, después de una esmerada y cuidada incubación, fuimos naciendo uno tras otro:
Dorgán, fuerte como el león.
Tarcareth, silencioso como la pantera.
Vernadath, astuto como el zorro.
Brianwell, inteligente como el águila.
Windor, frío como el oso polar.
Valinwell, valiente como el lobo.
Y, por último, nací yo, Lyodrán, último macho de mi especie después de cuatro hermanos y dos hermanas, en este mundo aterrador, frágil y temeroso de ver la luz, pero ávido de conocimientos, sin un vínculo animal que definiera mi existencia... hasta donde yo sabía y conocía...
Lo único que supe en ese instante de luz es que llegamos a este mundo siete dragones fuertes, herederos de una sabiduría que se escapaba entre nuestras rojas escamas, sabiduría que permanecería intocable hasta su expansión definitiva encarnada en una cruz eterna y olvidada...
La Cruz de Rosslyn, protegida desde entonces por los Siete Dragones de Inverness, cuyo nombre adoptó nuestra estirpe por siempre y para siempre...